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La Batalla de Bardia: relato
África Septentrional, diciembre 1940 - enero 1941 Yo revistaba como efectivo en una batería de artillería pesada de campo "Guardia alla Frontiera", desplazada desde el 1º de junio de 1940 a pocos centenares de metros de las últimas casas de Bardia. Esta localidad era entonces un modestísimo centro habitado de la Cirenaica (Libia), poco distante de la frontera con Egipto. La batería tenía en su dotación 35 artilleros, incluidos dos oficiales; parte del personal había sido reincorporado nuevamente a poco del licenciamiento. Disponíamos de cuatro cañones Skoda 120/125 de fabricación checoslovaca; alguno sostenía que ya habían sido utilizados en la guerra contra los turcos en 1911. Yo, como apuntador, regulaba el paralelismo, el alza, la posición y el alza para la posición, de acuerdo con los coordenadas provistas por el comando. En el transcurso del mes de noviembre de 1940, llegaron noticias oficiosas de que los ingleses estaban desembarcando en Egipto un gran número de pertrechos acorazados para preparar el ataque contra nosotros. A comienzos de diciembre de1940, las tropas inglesas, al comando del general Wavell, iniciaron las maniobras para cercarnos. La ruta Balbia, que tomó esta nominación por el gobernador de Libia Italo Balbo, conducía desde Tunicia a Egipto, y tenía una longitud cercana a los 2000 kilómetros. Hacia mediados de diciembre, el enemigo logró bloquear esta arteria al oeste de nuestras posiciones. El cerco se había concluido: ya estábamos completamente aislados, fuera del resto de la armada italiana. Los ingleses comenzaron a golpearnos desde el mar, y también con artillería de tierra y aire, desencadenando en Bardia e inmediaciones un infierno de hierro y fuego.
Los bombardeos navales nos echaban encima una rabia impotente: nada podíamos hacer contra las naves que estaban fuera del alcance de nuestras piezas. Los cañones de grueso calibre de los barcos enemigos, que se hallaban a una distancia superior a los 20 kilómetros, eran tremendos. Una tarde un proyectil estalló entre dos cañones causando un cráter profundísimo, poco distante del artillero de guardia, que se salvó por milagro. Cuando explotaban los proyectiles, las mortíferas esquirlas parecían una enloquecida lluvia incandescente; era un azar no ser alcanzado. No faltaban las batidas de los aviones con un ala blanca y otra negra de la "Royal Air Force" provenientes de las bases egipcias; también ellos tenían nuestras posiciones como objetivo. El comandante del XXIII cuerpo de Armada era el general Annibale Bergonzoli, a quien le agradaba ser llamado "barba eléctrica" por su escurridiza y rizada barba. En los períodos exentos de tiro, habíamos recogido las pocas piedras disponibles del paraje y habíamos construido un pequeño muro sin argamasa en derredor de la batería. Este reducido muro y alguna bolsita de arena no podían, sin embargo, considerarse un reparo eficaz contra los artefactos bélicos de todo tipo que provenían más bien desde arriba. Lo llamamos "paradoja barba eléctrica" porque el general Bergonzoli le daba gran importancia a ese cercado (que nosotros hoy llamaríamos virtual): "Al reparo igualmente estábamos expuestos al peligro." La emotiva fiesta de Navidad hizo volar nuestros pensamientos a las lejanas familias, pero no nos aportó esperanza alguna de librarnos del asedio. Hacia el final del año 1940, la tenaza se estrechó cada vez más y los bombardeos se prolongaron. Una tarde, hacia la hora 16.00, en uno de los últimos días del año 1940, llegó de visita el general Bergonzoli. Reunió a los oficiales en la tienda del capitán y en breve les dijo: "Las posibilidades de resistir son escasísimas, no hay que esperar ayuda externa." Lo que para nosotros soldados significaba: "El general Graziani comandante superior en África Septentrional nos ha abandonado a nuestra suerte." Alfredo, el radiotelefonista, por las comunicaciones frenéticas de los últimos días, había ya tenido el presentimiento del inminente ataque final del enemigo. Después de un asedio de casi 25 días, los ingleses decidieron clausurar la partida con nosotros. Muy de mañana, el 3 de enero de 1941 se desencadenó la violenta ofensiva del enemigo. En el transcurso del bombardeo aéreo de la R.A.F. un artillero que estaba cercano a mí se refugió velozmente detrás de un montículo de bolsitas de arena; yo no lo seguí y en eso una bomba explotó a una distancia muy próxima. Quedé casi totalmente sepultado en la polvareda levantada por la fortísima deflagración; quizá esto me sirvió de escudo contra las esquirlas. No era momento de entretenerse; me arrojé hacia afuera, constaté que por suerte no había sufrido lesiones, agradecí al Señor el haberme salvado y retorné de prisa a mi puesto de combate. De inmediato nada advertí, pero mi organismo se resintió después. Las tropas blindadas enemigas se acercaron amenazantes. A nuestros cañones no les faltaba la potencia necesaria para detenerlos en algún sector, pero no podían ser usados en alza cero, sino más bien con una cierta trayectoria. Por lo pronto, los carros acorazados estaban demasiado cerca y nadie del mando había pensado en proveernos de armas idóneas antitanques. Con el físico marcado por largos días de asedio y de batalla, ennegrecidos los rostros, los uniformes gastados y recubiertos con una capa mezcla en partes iguales de la pólvora de los disparos y de la arena levantada por las explosiones, caímos prisioneros de los Australianos; quienes, con las metralletas apuntadas, nos requisaron las armas portátiles: fusiles cortos y pistolas, y nos hicieron sentar en tierra para cachearnos. Durante tales operaciones, algunos objetos de valor como relojes y lapiceras desaparecieron definitivamente. Nuestro capitán, que hablaba un poco de inglés, pidió autorización para hacernos vestir indumentos y calzados mejores, después nos saludó conmovido: los oficiales estaban reunidos aparte. En aquellos días cayeron prisioneros cerca de 40.000 soldados italianos. A pie y encolumnados fueron conducidos en dirección de las líneas inglesas. Un proyectil de cañón proveniente de nuestras baterías acertó de lleno, por error, en la columna: fue un desastre; 7 u 8 de los nuestros quedaron hechos trizas, acabaron sus desventuras en aquel arenal; hubo también unos cuantos heridos. Un soldado inglés nos dijo en italiano que, por falta de medios, ellos no estaban en condiciones de socorrer a los heridos, ni siquiera a los que arriesgaban morirse desangrados. Socorrimos a nuestros colegas como mejor pudimos. Habíamos sobrevivido a meses de guerra, de asedio y de batalla; nos aguardaba un duro cautiverio que ignorábamos por cuánto tiempo se prolongaría y a dónde nos habrían de transportar. La esperanza de volver a abrazar a nuestros seres queridos y de volver a ver a la amada Italia, era sin embargo como un fuego bajo las cenizas.
Eno Santecchia |
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