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El infierno en el paraíso Masao Uesugi se encontraba agotado en su posición junto al margen del río Bonegi. Enfrente estaban los Marines estadounidenses esperando para cruzar el río. Llevaba en la maldita isla de Guadalcanal casi desde el principio y había perdido a todos sus compañeros en esta sangrienta lucha por una perdida isla del Pacífico sur. Su mejor amigo fue Katchan (Kazuya) Morisato. Se alistaron juntos el día en que se declaró la guerra y había caído en la infernal jungla de Guadalcanal en agosto de 1942. El jovial Masahiro Teraoka un jugador empedernido, había perdido su apuesta al mes siguiente, cuando una bayoneta yanqui le atravesó el pecho. Soichiro Umeza un cosmopolita de Tokio, era el mayor granuja que conoció Masao: siempre tenía una botella de sake lista en cualquier situación, nunca supieron de donde sacaba el licor. Soichiro siempre amenizaba las veladas contándoles sus inagotables anécdotas de los locales nocturnos del distrito de Roppongi, los elegantes cabarets de estilo occidental del distrito de Shinjuku y una divertidísima anécdota de una actriz de la compañía Takarazuka en una casa de té en el elitista distrito de Akasaka. Soichiro desapareció en la jungla a principios de octubre. Hiroshi Wakaba era un granjero de la región de Kansai, con su peculiar dialecto que costaba algunas veces entender, sobre todo cuando se enfadaba o se ponía muy nervioso. Sabía preparar una comida decente con la bazofia que les suministraban, y éstas eran las comidas más sabrosas que comían desde que llegaron a Guadalcanal. Murió en noviembre y desde entonces la comida ya no era igual. Masao había oído rumores hacía un par de días de que quizás serían evacuados hacia Rabaul, esto era un shock para la mentalidad japonesa, pero Masao deseaba abandonar aquella tumba de tantos jóvenes compañeros. Este pensamiento le hizo evocar el recuerdo de su hogar en una pequeña aldea cercana a Fujinomiya, en las estribaciones de los Alpes Meridionales, desde donde se tenía una visión impresionante del Monte Fuji. El dulce recuerdo de su esposa Nanako y su hija pequeña Nanase se le hicieron ahora nítidos y una brizna de esperanza de volver a verlas anidó en su corazón. Los médicos le habían diagnosticado malaria desde el pasado octubre y siempre tenía la temperatura alta. La pobre dieta que le suministraban lo mantenía demacrado y casi sin fuerzas. Estaba amaneciendo y desde el día anterior los estadounidenses hostigaban a las fuerzas japonesas para romper su línea en el río. Notó como una mano se apoyaba en su espalda, era el Chu-i Teraoka que como todas las mañanas recorría los puestos de vigilancia para conocer los informes nocturnos y comprobar la actividad enemiga al otro lado del río. El Chu-i cogió sus binoculares para observar los detalles de la otra orilla, cuando sonó un seco y solitario disparo, la mano del Chu-i empezó a resbalar de la espalda de Masao, al girarse vio como un orificio en la frente del Chu-i había acabado con su vida. Un francotirador yanqui estaba al acecho. Masao se agachó más en su puesto, recogiendo los binoculares del Chu-i para observar la otra orilla e intentar descubrir al francotirador. Un disparo se enterró cerca de su rostro seguramente atraído por algún destello de los binoculares. Los soltó evitando atraer demasiado la atención del yanqui sediento de sangre. Los minutos fueron desgranándose dando paso a las horas, cuando se desató el infierno. Los estadounidenses volvían a intentar romper las líneas niponas, Masao recogió su fusil y empezó a disparar contra las adivinadas siluetas intentando desbaratar el asalto. Piezas de artillería de ambos bandos se sumaron al combate, pero las piezas estadounidenses eran más precisas y poco a poco se cobraban su tributo sangriento a su alrededor. A mediodía el fuego fue decreciendo hasta casi detenerse, un respiro para recomponer las líneas, recoger los heridos y fallecidos, y....... cosa sorprendente, la llegada de la comida aun caliente a primera línea. Por la tarde nuevos hombres llegaron hasta las líneas avanzadas y Masao fue relevado. Tenía orden de dirigirse hacia un punto de la costa llamado Doma Cove, primero en un pequeño grupo al que poco a poco se fueron uniendo más soldados, llegando a su destino de madrugada. Allí les esperaban unas barcazas que los trasbordaron a un destructor idéntico al que le había traído casi 6 meses antes, pero que ahora los alejaba de la isla. Su nuevo destino le habían informado a bordo era Buin. José Miguel Fernández Gil 14 de marzo de 2004 |
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