Mañana estaremos en casa

Alrededores de Magdeburgo, anochecer del 6 de mayo de 1945.

Había llegado el momento de intentar cruzar a nado el caudaloso y tranquilo Elba hacia la libertad, dejando atrás el incierto futuro de caer en manos de los soviéticos. Durante las escasas tres semanas de instrucción los veteranos del frente del este que los habían instruido, les recordaban constantemente que debían evitar caer en manos de los soviéticos.

Johann y Karl llevaban desde el 20 de abril huyendo desde las afueras de Berlín, de las tropas soviéticas que habían cercado la capital. Estos dos jóvenes de apenas 17 años habían sido reclutados a la fuerza para la defensa de la capital alemana a principios de marzo de 1945. Habían formado parte de un abigarrado grupo de ancianos y muchachos en edades comprendidas entre los 15 años y los 70. Los habían armado con un par de “panzerfaust” y habían sido enviados al anillo exterior de defensas de Berlín. Cuando vieron por primera vez un carro de combate el pánico les impidió disparar sus armas y el “abuelo” que estaba con ellos les había chillado de que dispararan. El hombre de unos 60 años se levantó y apuntó a ojo su “panzerfaust”: el impacto dio en el frente de la torre del T-34/85 y apenas rascó un poco de la capa de blindaje. Este carro formaba parte de una sección de otros 5 carros más. El disparo desesperado de este viejo veterano de la primera guerra mundial, superviviente de Verdún y de las últimas ofensivas de 1918, atrajo la atención de la tripulación del carro de combate. El hombre se agachó a recoger otro “panzerfaust” mientras seguía gritando a los dos pobres aterrados chiquillos que compartían el pozo de tirador con él. Se incorporó y se llevó al hombro su lanzador cuando el ametrallador del T-34 disparó una ráfaga mortal hacia el veterano. La ráfaga le alcanzó en la cintura y lo segó por la mitad, vertiendo sobre los dos pobres infelices las vísceras y la sangre del viejo soldado.

El carro no divisó más amenazas y prosiguió su camino hacia la ciudad en ruinas que se vislumbraba en medio del humo del último bombardeo. Los muchachos se ahogaban en sus vómitos atenazándoles el pánico, llorando y cubiertos de sangre, vísceras y vómitos estaban acurrucados en posición fetal, tratando de pasar completamente desapercibidos, con los brazos cubriéndoles la cabeza. Pasaron varios minutos y un tétrico silencio se extendía en la zona donde se encontraban. Poco a poco cesaban los temblores y el llanto. Johann que era el mayor de los dos sacó la cabeza del pozo y vio que se encontraban completamente solos. Solo vislumbraban los cuerpos desmadejados en otros pozos de tirador, los cuerpos de quienes el día anterior habían sido sus camaradas y habían compartido una cena y varias botellas de licor. Agarró del hombro a Karl y se deslizaron fuera del fétido agujero y reptando se dirigieron a un grupo de arbustos cercanos. Allí ambos se miraron a los ojos y decidieron sin palabras dirigirse hacia el oeste, en busca de los aliados occidentales.

Avanzando de noche y escondiéndose de día, evitaban las patrullas soviéticas que pululaban por la zona. A veces, al acercarse a algún grupo de casas en busca de algo que comer, descubrían algún vehículo soviético y a los soldados completamente ebrios que disparaban a todo lo que se movía. Del interior de la casa se oían los lamentos de las pobres mujeres -a las que habían descubierto durante su pillaje por la zona- mientras eran forzadas. Tras una semana de huida y tres días sin probar bocado, las fuerzas desfallecían y Johann debía casi arrastrar a Karl por los campos desolados. Desesperados, una noche se acercaron a una granja aislada, comprobaron que no parecía haber nadie y se introdujeron sigilosamente en el granero en busca de algún alimento. Estaban allí revolviendo todos los rincones cuando un aterrado granjero de edad avanzada les apuntó con una antiquísima escopeta de caza, pensando que alguna alimaña hambrienta quería devorar la pareja de gallinas que el mantenía escondidas para tener algunos huevos frescos. El hombre al ver a los desdichados fugitivos se apiadó de ellos y los llevó a la destartalada casa. Allí les dio unas hogazas de pan duro. La mujer del granjero les preparó un poco de sémola de trigo para que comieran un pequeño plato caliente. Unos trozos de cecina seca fueron a completar las provisiones, así como un par de botellas de “schnaps” para combatir las aun frías madrugadas de finales de abril.

El granjero les indicó que habían partidas de soldados soviéticos saqueando las granjas y que habían oído noticias de que Berlín aun resistía el asalto. También les dijo que los angloamericanos habían llegado hasta el Elba, en la zona de Magdeburgo. Los dos muchachos con el estómago caliente por la sémola y un par de tragos de licor, salieron sigilosamente de la granja y se encaminaron hacia la ciudad gótica de Magdeburgo. Llegaron al Elba en la madrugada del 6 de mayo: se escondieron en los bosques que había en la zona y esperarían al oscurecer para cruzar a nado el río. Cuando cayó la noche y empezaron a despuntar las primeras estrellas por oriente, ambos muchachos abandonaron su escondite y empezaron a dirigirse a la orilla del Elba. Empezaron a quitarse las pesadas botas y ya se dirigían hacia el agua, pero en ese momento oyeron voces y ruidos a sus espaldas. Unos soldados soviéticos habían detectado su presencia e intentaron interceptarles. Los muchachos viendo la salvación al alcance de sus manos empezaron a correr hacia el agua y ya estaban metidos hasta las rodillas, cuando un tableteo de armas automáticas sonó a sus espaldas. Ambos se arrojaron al agua y empezaron a nadar hacia la otra orilla. Cuando consiguieron llegar al otro lado, unas figuras con uniforme verde los ayudaron a salir del agua. Johann empezó a reír histéricamente, lo habían conseguido, estaban a salvo, en manos de los estadounidenses... Se volvió llamando a Karl, pero paro de reír: unos soldados levantaban el cuerpo inerte de Karl y trataban de subirlo por el terraplén hacia la parte alta. Pudo ver un ligero rastro de sangre que dejaba el cuerpo de su amigo. Sollozando y llamando a pleno pulmón el nombre de su amigo, pudo al fin dar alcance a los soldados que transportaban a su amigo herido.... Lo depositaron en el suelo y un soldado con un brazalete con la cruz roja empezó a desnudar a Karl. Enseguida vieron un orificio de bala que había atravesado el abdomen de Karl por la zona del hígado. El sanitario levantó la vista hacia sus compañeros y meneó negativamente la cabeza. Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Johann cuando se arrodilló junto al cuerpo de Karl y lo abrazó con fuerza. En esos instantes el muchacho abrió los ojos y viendo a su amigo abrazándole y llorando, le susurró con apenas un ápice de aliento:

-¡Lo hemos conseguido Johann, mañana estaremos en casa!

José Miguel Fernández Gil
"Alm. Yamamoto"
alm_yamamoto@hotmail.com

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