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La Batalla de Inglaterra: Cuando llega el momento de describir un horror, y éste horror se halla inmerso en los acontecimientos generados por la violencia y la brutalidad, es casi imposible plasmarlos con palabras sin haber sido testigo de ellos. Incluso habiéndolos presenciado fácilmente podrían faltar términos que pudieran reflejar el estado de ánimo de las víctimas y de los testigos de los hechos. Podríamos hablar de infinidad de escenarios que servirían para ilustrar esa incontestable verdad, pero escogeremos uno que en particular merezca una atención especial. Este escenario podría abarcar dos naciones: la Francia Ocupada y la Gran Bretaña asediada, lisiada pero todavía no agonizante... nos estamos adentrando en el pasado, gracias a la rapidez del pensamiento. Sin que hayamos podido evitarlo, nos hallamos de repente sumergidos en plena guerra mundial. Son los días en los que tiene lugar la Batalla de Inglaterra. No hemos tenido tiempo de pensárnoslo dos veces, no hemos disfrutado de un cómodo prólogo, no ha habido pausa ninguna. Estábamos leyendo tranquilamente las primeras líneas de este artículo y cuando hemos querido darnos cuenta nuestra mente se ha llenado de imágenes, fragmentos y escenas sueltas como de una película sin montar. ¿Cuantos de nosotros hemos evocado en este instante imágenes en blanco y negro que emergían como de todas partes de nuestro cerebro? Muy pocos habremos tenido la suerte o la desgracia de evocar esas mismas figuras en un nítido color natural. Sin embargo, las imágenes capturadas al pasado se proyectan en nuestro consciente en un amplio pero limitado abanico de grises. Y esto es así porque no fuimos testigos de los hechos que han alimentado nuestra memoria, sólo contamos con las filmaciones históricas de la época y las reconstrucciones efectuadas por el cine después. Pero quizá por esa razón nos resulte particularmente escalofriante la visión que hemos contemplado. Hay algo de ominoso y de surrealista en esas evocaciones descoloridas. Y sin embargo expresan perfectamente todo el horror de la guerra.
Gracias a esas viejas filmaciones y a las fotografías podemos asomarnos a la cruel realidad que la ausencia de color nos oculta. Podemos descender a las atestadas estaciones de metro y refugios donde los londinenses, angustiados pero perfectamente conscientes de su papel en la contienda aguardan, casi impasibles, a que las bombas del Reich se desplomen sobre la capital del Támesis. Lo mismo puede estar sucediendo en cualquier otro centro urbano de Inglaterra que sea objetivo del ataque aéreo militar de la Luftwaffe, pero ahora ya nos encontramos aquí abajo y no podemos abandonar el refugio hasta que vuelvan a sonar las sirenas anunciando que todo está despejado. En realidad, nadie puede moverse de aquí abajo, ni tampoco nadie lo intentaría. Estamos casi a oscuras. Todo tiembla a nuestro alrededor, suelo, muros y techumbre se agitan como si alguien estuviera dinamitando la isla entera, hay polvo por todas partes, restos del enlucido de las paredes y de la pintura flotando en la atmósfera irrespirable y viciada del subsuelo. Un bebé llora aterrorizado en la penumbra y no hay forma de hacerle callar. Las bombas caen cada vez más cerca. Alguien no puede evitar soltar un grito de espanto ocasionalmente, los nervios hacen estallar las atascadas cuerdas vocales que permanecen agarrotadas por el miedo. Si contemplamos al grupo de personas aquí encerrado comprobaremos que no es más que un conglomerado de gente que posiblemente no se había visto con anterioridad, proceden de clases sociales distintas y trabajan en profesiones dispares, los hay altos, bajos, feos, guapos, rubios, morenos... hay hombres, mujeres, niños ancianos y algún que otro cachorrillo o gatito que no hay por qué dejar al alcance de las bombas incendiarias de Hitler. Están ahí, para siempre inmortalizados por la cámara.
Podrían ser estos, u otros en su misma situación y en cualquier otro lugar, pero habría muy poca diferencia entre una escena y otra. Podemos asomarnos a esas imágenes, pero nunca experimentar su pavor, nunca podremos sentirnos asfixiados por la agónica sensación de habernos metido en un ataúd que está siendo claveteado por un sepulturero loco, como si fueran a enterrarnos prematuramente. Podemos oír y ver lo que está ocurriendo, podemos gritar y chillar, pero al igual que aquellos que son sepultados en vida, no sirve de nada. Estamos a merced de una fuerza demoníaca que no hay modo de derrotar, está compuesta por siniestros ángeles de metal que nos sobrevuelan y escrutan día y noche, incansablemente. La escena evoca terribles plagas y maldiciones enviadas por potencias sobrenaturales, pero nada hay más lejos de la realidad. No se trata de un castigo o de un azote bíblico. Nos hallamos ante una nueva forma de TERROR, una brutal y cruel invención reciente de la guerra: el bombardeo estratégico de núcleos habitados de población. En pocas palabras, los racimos de bombas se abaten sobre civiles inocentes y prácticamente indefensos. Casas, calles y barrios enteros desaparecen bajo el puño del alto explosivo o incinerados por los artefactos incendiarios.
En realidad, la decisión de atacar Londres durante la Batalla de Inglaterra fue consecuencia de un error. No analizaremos aquí el proceso que condujo a ese suceso fatal, aunque basta con recordar que un aeroplano de la Luftwaffe de Goering dejó caer su carga de guerra sobre la capital de Gran Bretaña tras haberse desorientado en pleno vuelo. A modo de venganza el Mando de Bombarderos recibió la orden de atacar Berlín, que fue inmediatamente víctima de los aviones de la RAF. Hitler, en uno de sus habituales ataques de cólera, tomó una determinación que tendría como resultado cambiar la estrategia seguida por la Luftwaffe hasta el momento. Simplificándolo mucho, la aviación militar alemana dejó de machacar aeródromos y estaciones de radar para dedicarse a borrar Londres del mapa como represalia por el bombardeo de Berlín. Todos ya conocemos las consecuencias que acarreó semejante decisión. El nazismo podría haber derrotado a las democracias aquel mismo año, pero una vez más, la ceguera de Adolf Hitler pasó factura a los intereses del III Reich; por fortuna para todos aquellos que hemos heredado los resultados de la victoria sobre el fascismo.
Sin embargo, esta semblanza histórica no nos ha apartado de esas fugaces imágenes atormentadas que todavía nos persiguen. En nuestra mente se materializan escenarios celestes inmensos que fueron campos de batalla en los que tuvieron lugar los “Dog Fight”. Aquí también tuvieron lugar las cacerías emprendidas por los Spitfire y los Hurricane contra los Heinkel, los Dornier, los Messerschmitt, los Junkers... Uno podría correr el riesgo de quedarse con las acrobacias y los espectaculares derribos y ametrallamientos que se contemplan en aquellos viejos y desgastados fotogramas. Pero si hacemos un verdadero esfuerzo para dotarlos de nítido color y relieve, pronto comprobaremos el grado de violencia, crueldad y ferocidad con el que se combatió en el aire. Generalmente la imagen favorita, casi un cliché, para los aficionados al estudio de la historia militar son las siluetas majestuosas de los aeroplanos de uno y otro bando sobrevolando el Canal, los acantilados de Dover, las campiñas inglesas o Londres en llamas... y por supuesto los enfrentamientos a gran altitud, entablados a vida o muerte. Muy pocas veces se hace a la idea el observador de que, por regla general, los aviones precisan de una tripulación. Aunque resulte extremadamente difícil, hay que hacerse a la idea de que tras las difusas siluetas de los bombarderos alemanes también se hallaban seres humanos cuyo destino no iba a ser mejor que el de los civiles apiñados en sus refugios antiaéreos. A bordo de un Do-17 o un Ju-88 la guerra no era más divertida que en cualquier otra parte. Los pilotos de la RAF, tripulando con escalofriante destreza sus Hurricane o sus modernos cazas Spitfire, podían convertir un aeroplano de la Luftwaffe en lo más parecido a una picadora de carne. Muy poca gente sabe que casi al final de la Batalla de Inglaterra comenzaron a presentarse problemas de disciplina entre los aviadores del Reich. Nadie quería ser enviado a una muerte segura allende el Canal. Si alguien pudiera tener alguna duda al respecto del riesgo suicida que corrían las tripulaciones de los bombarderos medios, baste con observar atentamente una toma fotográfica efectuada desde la posición del artillero de proa de un Heinkel mientras un Spitfire revolotea fuera; dispuesto a ametrallar al bombardero de la Luftwaffe. Hay algo de fascinante y aterrador en ese aparato de caza que permanece congelado para toda la eternidad en un pedazo de película mientras el artillero del He-111 se dispone a derribarlo antes de que consiga disparar sus armas. Una fracción de segundo determinará la diferencia entre abatir al adversario o ser destruido por una de sus demoledoras ráfagas escupidas simultáneamente por sus ocho ametralladoras Browning. Nunca sabremos cómo se resolvió esta escena petrificada en el tiempo. Tal vez el artillero alemán consiguiera alcanzar al Spitfire, pero quizá el aviador británico lograse disparar a pesar de haber sido tocado su aparato y ambos aeroplanos cayeron al abismo envueltos en llamas tras haberse aniquilado el uno al otro. Lo más probable es que el caza resultase abatido, dado que ha llegado hasta nosotros el testimonio del superviviente del duelo. Pero esto ocurría más bien pocas veces... Generalmente en el cómputo de derribos los aeronautas del Reich se llevaban la peor parte.
Llegados a éste punto hay que recordar que las formaciones de ataque germanas contaban con una muy limitada capacidad de defensa. La mejor escolta que podían encontrar eran los célebres Me-109, pero éstos aparatos apenas si podían permanecer unos veinte minutos en el espacio aéreo británico antes de verse obligados a regresar a sus bases dadas las limitaciones en su autonomía. La solución hubiese estribado en el empleo de los cazas bimotores Bf-110, con mayor alcance y una potencia de fuego frontal verdaderamente insuperable para la aviación de la RAF, pero eran demasiado lentos, maniobraban con torpeza y resultaron ser extremadamente vulnerables para los ágiles interceptores del Albión. Tan extrema era su fragilidad en combate que se dio la grotesca circunstancia de que los Messerschmitt Me-109 en ocasiones tenían que dar escolta a los bombarderos y a los Bf-110 al mismo tiempo. El Reich estaba pagando caro sus errores al no haber logrado diseñar un aparato de caza de largo radio de acción verdaderamente eficaz.
Fuere como fuere, los Dornier, Junkers y Heinkel eran un blanco relativamente fácil para los veloces Hurricane una vez que los Spitfire se habían hecho cargo de distraer a la escolta. Miles de pilotos, navegantes, radiotelegrafistas y artilleros pagaron muy caro su audacia y su inapreciable valor. Habitualmente se recuerdan las hazañas de los aviadores (no siempre de nacionalidad británica) que ganaron para nosotros la Batalla de Inglaterra. Ninguno de ellos ha sido olvidado. Sin embargo, nuestra memoria y nuestro sentido de la misericordia trabaja más despacio con los vencidos, nos cuesta reconocer que sufrieron también las consecuencias de la guerra, de una guerra que no todos deseaban y cuyos objetivos geopolíticos tampoco compartían.
Esta última imagen nos devuelve a una Gran Bretaña acosada, atrincherada tras sus globos cautivos y sus dos cadenas de Radar de diferentes niveles de alerta; constantemente vigilantes. Nadie allá abajo, entre los civiles, deseaba tampoco encontrarse en una situación semejante. Escudriñando las alturas, escuchando atentamente cualquier ruido que pudiera llegar en la dirección de la Francia Ocupada. Todos los sentidos estaban puestos en la detección del enemigo que llegará por el aire trayendo la desolación. Sigue habiendo algo de irreal en una campiña y en unas ciudades cubiertas de barrajes de aeróstatos defensivos, globos destinados a ocasionar la muerte que sin embargo no dejan de evocar una atmósfera festiva... los globos suelen ser algo divertido... Pero no hay nada de jocoso en este juego. Sigue habiendo algo de irreal en esa imagen nocturna del Puente de la Torre que se siluetea en la oscuridad mientras una inmensa marea de llamas abrasa la City después de haber recibido la visita demoledora de las águilas del Reich. Sigue habiendo algo de incomprensible y desquiciante en la maraña de escombros y cascotes en que se han convertido barrios enteros de Londres o Coventry. ¿Y qué hay de los niños? Muñecos desmadejados, como si alguien se hubiese entretenido en desmembrarles, que son desenterrados de debajo de inmensos montones de ruinas. Ya nadie llora. Todo se acomete con un funesto silencio mientras los incendios consumen el ayer y el mañana de mucha pobre gente. Todo esto está perfectamente reflejado, plasmado con absoluta crudeza, en los testimonios fotográficos que suelen ser sistemáticamente eliminados de los documentales o de los artículos de la historia militar. La muerte es alto secreto en tiempo de guerra y un convidado no deseado en el gran espectáculo que es la violencia para algunos cronistas e historiadores. En plena lucha, los cadáveres no tienen cara, ni nombre, sólo son cifras y estadísticas groseramente recortadas para no menoscabar la moral. Cuando la guerra acaba nadie es capaz de recordarles. Poco importa qué cara tenían los muertos, después de tanto tiempo; todos tienen la misma.
Pero ni siquiera adentrándonos en esa fea realidad podemos hacernos una idea del sufrimiento humano experimentado durante la Batalla de Inglaterra y cuyos efectos todavía se prolongarían tiempo después. Los bombarderos nazis seguirían sembrando de fuego y acero las poblaciones británicas. Más tarde la masacre se cebaría en la población alemana, con exactamente el mismo ensañamiento y desprecio por la vida de inocentes... Pero esa es ya otra historia. En cualquier caso, millares de seres humanos morirían. Había nacido una nueva forma de destrucción, una nueva y salvaje variante estratégica de la guerra convencional que nunca se había visto antes... aunque hubiese sido más que suficiente con que alguien hubiese recordado Guernica o Varsovia para hacerse una idea de aquello que les esperaba. Sin embargo, en aquellos instantes, lo peor ya había pasado. Churchill concedió con todo merecimiento todos los honores a la RAF. Para Hitler y su camarilla la carnicería a la que se vio sometida la aviación militar del Reich significó el principio del fin de la supremacía de la Luftwaffe de Hermann Goering. Desde ese momento en adelante las fuerzas comenzarían a equilibrarse.
Sin embargo, sería injusto despedirse después de bosquejar un cuadro tan sombrío sin hacer referencia a otra clase de imágenes que no resultan tan trágicas y que ilustran el aspecto humano de la guerra. Cada cual puede quedarse con la que prefiera. En mi caso particular, conservo en mi memoria algunas especialmente conmovedoras.
Pero alguien podría tener una imagen sanguinaria de éste hombre con tantos derribos y muertes en su haber. Con todo, esa supuesta y presumida crueldad se disipa cuando contemplamos una fotografía que debió tomarse en un descanso entre misión y misión. En ella el as de ases no aparece a los mandos de su máquina de guerra, recibiendo ostentosas condecoraciones o posando junto a su avión de caza. En la instantánea sólo vemos a un Adolf Galland tranquilamente sentado y sosteniendo sobre sus rodillas a sus dos mascotas, dos perritos. Este no es el semblante de un asesino. Es quizá el rostro de un hombre que intenta olvidar el horror en el que se ha visto inmerso por la fatalidad; pero no es el semblante de un homicida. Lo cierto es que son muchas las fotografías de militares de uno y otro bando que participaron en la Batalla de Inglaterra que son retratados con sus mascotas. Y sólo entonces uno se da cuenta de que, entre tanta violencia, los seres humanos siempre encuentran tiempo para los demás, y también para aquellos que ni siquiera son conscientes de lo que sucede a su alrededor. Sólo entonces se advierte que, en el fondo, nadie desea hacer la guerra, que no es posible que alguien que cuida mimosamente de un gatito o de un cachorro sea capaz de desear la muerte de inocentes, hombres, mujeres y niños. Sin embargo, esa es la gran paradoja de la violencia. Personas normales y corrientes son inducidas a cometer actos que atentan contra su conciencia y su sentido de la piedad, de un modo irracional todos somos transformados en asesinos a sangre fría a causa de los intereses de no se sabe quién. Pero ni aún admitiendo la existencia de un OTRO YO inclinado a la brutalidad y al salvajismo, podemos dejar de conmovernos ante la ternura que inspiran esas imágenes de pequeñas mascotas que muchas veces debieron erigirse en la frontera entre la humanidad de la guerra y su completa deshumanización. Tal vez por esa razón aún nos quede la esperanza de que los acontecimientos que hemos descrito no vuelvan jamás a repetirse. Quizá sea posible que las fantasmales imágenes en blanco y negro desaparezcan algún día de los noticiarios y que en su lugar podamos contemplar el brillante y exuberante color de un mundo sin conflictos ni violencia de ninguna clase.
Hasta que eso no suceda, sirvan estas últimas líneas para rendir un modesto homenaje a todos los caídos durante la Batalla, donde quieran que reposen, ya sea entre las silenciosas filas de un cementerio militar o en el fondo del Canal, lugar del que muchos nunca volvieron. Ellos pagaron más alto que nadie el precio por acabar con todas las guerras y, en cierto modo, es deber de todos nosotros lograr que no fuera en vano.
Benito Barcelo Bennasar (BBB) |
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